Noticias de actualidad

•abril 25, 2008 • Deja un comentario

Andrè Legión tiene el placer de invitarlos al lanzamiento del libro Simbiosis Virginal, en el que se podrán encontrar varios cuentos, entre ellos Carne salada, su primer texto publicado.

Lugar: Stand 141, Pabellón 6, Piso 2, Corferias
Fecha: Martes 29 de Abril de 2008
Hora: 6:00 PM
Invita: Las Filigranas de Perder y Secretaría Distrital de Cultura, Recreación y Deporte de Bogotá, D.C.

Se espera su honorable asistencia.

Los Fantasmas

•abril 6, 2008 • Deja un comentario

—Hola, eh… lo llamaba para saber si todavía sigue rabón por lo que pasó

—Pues no sé, creo que ya se me está pasando, pero aún sigo rabón

—Ah bueno, entonces hablamos después

—No, no, todo bien, no cuelgue, espera que quiero hablar contigo

—Esta bien, ¿que pasó?—dijo ella

—¿Sigues hablando con Javier?—preguntó él

—¿Eso qué tiene que ver?…

—Tú sabes que no me gusta. Ese tipo todavía te tiene ganas.

—Deja la paranoia, ¿si?

—Responde mi pregunta por favor.

—Mira… deja de vivir con miedos, deberías confiar un poco más en mí. Deberías matar esos fantasmas. Luego de esto, ella tiró el teléfono.

 

 

—Hola —Iván, con las manos bañadas en sangre, había tomado el teléfono y marcado febrilmente el número—. Que pena lo perdido, pero había estado un tanto ocupado desde la última vez que hablamos.

—Ah ya… pensé que todavía estabas bravo y por eso no te llamé, ¿cómo te ha ido?

—Bien, estuve pensando sobre lo que me dijiste, lo de los fantasmas…

—Y dale con ese cuento…

—No, no, todo bien, ya los maté. Perdóname.

De la furia a la sangre y de la amnesia a la muerte (Carne Salada)

•abril 6, 2008 • 3 comentarios

Ana estaba hambrienta y su sudor hediondo, el aroma de su propia carne la ponía ansiosa. Se levantó y preparó el último trozo de alimento que le quedaba. Retorció falanges y exprimió la carne, algo de sangre manchó sus dedos, no le importó y avivó el fuego de la hoguera que le brindaba calor. Lloró, su soledad la abatía, no entendía con claridad lo ocurrido, se detuvo un momento y miró a través de la ventana, una plaza con una fuente en medio, rodeada por casas antiguas, le mostraban la inmovilidad del tiempo; las ruinas le hablaban tratando de contarle lo sucedido. Ella no entendía los mensajes de las calles destrozadas y de una ciudad completamente destruida y devastada no sólo por el paso del tiempo.

Puso un trozo de comida en su boca, algo crujió entre sus dientes y recordó que no había removido las uñas, devolvió la bola de carne a su mano, quitó las uñas y siguió comiendo. Cuando terminó había empezado a llover de nuevo, había carne oreándose en el tejado y subió a recogerla. Mientras corría hacia el tejado, recordó lo difícil que había sido conseguir a su última presa.

Lo vio cuando cruzaba bajo un edificio, estaba a unas cinco cuadras hacia el sur de la plaza que utilizaba como refugio. Ella había salido tratando de encontrar algo de alimento, llevaba dos días comiéndose las ratas de un nido que había hallado, no le agradaba el sabor. El temor de enfrentarse nuevamente con otro cazador la obligaba a conformarse con lo poco que tenía. La última vez había sido demasiado para ella, el forcejeo y la navaja atravesada en la clavícula le habían dejado heridas demasiado profundas. El hambre como siempre la había obligado a retirarse de su guarida y tratar de encontrar algo más de alimento.

Su presa iba caminando rápidamente, cuidaba muy bien sus pasos, evidentemente no estaba buscando comida, no era un cazador. Estaba intentando no ser descubierto por uno de ellos, no ser una nueva presa que sirviera de alimento para satisfacer a otro ser despiadado. Este comportamiento tan poco usual llamó la atención de Ana y prefirió seguirlo en lugar de cazarlo. El tipo guardaba celosamente un paquete bajo su brazo, comida supuso Ana, como también supuso que si lo seguía obtendría más.

El sujeto iba caminando afanado, girando la cabeza para mirar atrás cada siete pasos. Ana había aprendido a analizar sus víctimas, como el animal que era podía darse cuenta de los patrones que seguían, de los mapas de movimiento que iban formando y que continuaban sin cansancio. Caminaba con paso firme y constante, pero siempre teniendo cuidado de no seguir una línea recta: tres pasos a la derecha y luego cuatro a la izquierda en diagonal, según él un movimiento en zig-zag, según Ana un movimiento estúpido que lo hacía más visible y que llamaría más la atención.

Luego de caminar apresuradamente por más de hora y media, recorriendo calles estrechas y atravesando casas devastadas y en ruinas Ana decidió a atacar, así que se fue acercando presurosamente y por los costados, hasta que lo adelantó sin que él se diera cuenta. Estaba esperando el momento exacto para caerle encima y saciar su hambre. Al cabo de un buen tiempo de estar tras él, aquel hombre robusto y acabado por los años le seguía inquietando, no podía dejar de seguirlo, era como si alguna fuerza desconocida la obligara a hacerlo, ya no era esa sensación de curiosidad que la atraía, era algo más, acaso un sentimiento de compasión. Sabía que debía comer y que si no atacaba en ese momento sería demasiado tarde. La forma en que todas sus presas se movían era frenética, los gritos, el mismo arrastrarse entre súplicas, sus rostros agonizantes y llenos de angustia la llenaban de sensaciones extrañas, distintas a la necesidad provocada por el hambre.

Ana siempre era muy cuidadosa con su comida. Después de arremeter contra ellos hasta cerciorarse de su muerte, los desmembraba y rápidamente los metía en una maleta que cargaba llena de sal. Al llegar a su refugio sacaba los pedazos, con paciencia y métodos rigurosos, cortaba la carne en tajos, los llevaba al tejado para que se secaran y así aseguraba su conservación. La lluvia la alcanzó, el ácido carcomía la carne y ella no pudo más que lanzar un fuerte golpe contra la pared al ver que se dañaba bajo los goterones sulfúricos. No podía hacer nada más que terminar de comer los pedazos que empezaban a descomponerse y luego salir a cazar. El hombre la había llevado hasta un sitio donde se podían percibir aún más personas, carne sin corromper, carne sin mancha, personas que conservaban sus dientes limpios de otros cuerpos humanos.

Así que luego de haber visto al hombre detenerse frente a una gran puerta de madera, decidió atacar definitivamente, ya había logrado su objetivo, y arrastrada por su curiosidad, había descubierto que alguien más estaba allí. El aroma invadía las aletas de su nariz y reaccionó de inmediato. Sacó del bolsillo un punzón de metal mal afilado, su mango era un retazo de tela inmunda a sangre y carne podrida, el cual utilizaba como herramienta para ultimar a sus presas. Se acercó rápida y sigilosamente hasta poder tener una distancia justa que no le permitiera equivocarse, la exactitud y la experiencia eran sus aliadas. Dos pasos más y lo tendría, uno y una rama bajo la bota la delata, su victima se voltea y le propina una bofetada, más que dolor, le produce desconcierto, el infeliz ha emprendido la huida. Demasiado tarde, Ana de tres saltos lo toma por el pelo, mientras sus uñas se clavan sistemáticamente en el cuero cabelludo, lo siguiente es el jalón hacia atrás de la cabeza, perdida del equilibrio y ella con su puñal en lo alto.

Una, dos, tres puñaladas certeras en el tórax, un fuerte chorro de sangre da en la cara de Ana nublándole la vista, el hombre cayendo, la mirada fija en el rostro de ella, quien se quiso asegurar y nuevamente clavó su puñal, pero esta vez en la garganta, siempre le molestaba escuchar los gritos y gemidos de sus víctimas al morir. La llenaban de cierto temor y una sensación que no entendía pero que se sentía como lástima e incluso algunas veces la hacía pensar en dejarles vivos, pero esto no era posible.

El camino de regreso se vio inundado por los deseos de saber, de entender esas imágenes que solían ir y venir entre comida y comida. Los caminos se grababan de forma instintiva y ella memorizaba pequeños recodos. Tarde o temprano regresaría en pos de los escondidos. Llegó, se recostó un rato y abrió uno de los libros que conservaba celosamente. Eran lo único que podía tener para saber de sí misma, o bien de lo que la rodeaba.

A pesar de haber perdido parcialmente su memoria, Ana aún no era capaz de saber cómo se llamaba, siempre trataba de recordarlo al despertar y antes de irse a dormir, tenía miedo de volver a vivir el vacío del olvido y volver a olvidar lo poco que tenía.

—Nombre: desconocido, hija de padres desconocidos, —se decía ella misma —hermanos: ninguno que yo sepa, habitante de la antigua ciudad de Bogotá, más exactamente del Estado de El Chorro de Quevedo.

***

La noche es lúgubre pero tibia y la idea de encontrarse con otro cazador se hace espantosa. El sol opaco se ha escondido precozmente como consecuencia de la guerra. Ana llega a chapinero alerta, hambrienta y tan atenta como lo permite el olvido del miedo. La zona parece desierta, las ruinas macabras y silenciosas apenas esconden los secretos de una época mejor ya bastante lejana e íntimamente remota en ciertas memorias. Igualmente queda muy poco, los bares están llenos de ratas, las calles poseídas por las ausencias, por los espectros demoníacos evidenciados en discretos fantasmas, pero Ana no sabe nada de esto, cada esquina para ella alberga un nuevo peligro, puede salir otro cazador a devorársela. A pesar de la cautela Ana no logra entender que lo único que puede atacarla es la memoria reprimida de diversos crímenes, ése era el mayor peligro de las calles de Ciudad Infierno, las manchas de sangre seca, las tripas humanas podridas, los pedazos de cuerpos desperdiciados por otros cazadores, los testimonios de ese canibalismo cotidiano del que Ana era excelente discípula. Sin embargo, esas cosas no la afectaban, Ana era la encargada de ir dejando por ahí más de esos recuerdos en las esquinas, en las memorias de los escasos testigos sobrevivientes.

Parada frente a la antigua iglesia de Lourdes Ana es poseída por un brillo en los ojos que implica lo que va a hacer. Sabe que adentro hay mas carne para orear, un mes más, un par de meses, o un día, según el clima; hay demasiado olor a vida en medio de la podredumbre, al parecer no es sólo uno, son dos, su olfato consigue excitar al extremo su necesidad de carne.

Ansiosa pero cautelosa entra a la iglesia gótica por un agujero de la gorgojeada y ruinosa puerta lateral derecha, adentro el aire está quieto, alarmantemente quieto, no hay olor a tripas podridas ni excrementos. Ana huele la vida de sus víctimas al parecer intactas, no apestan a sangre, son cuerpos limpios, incorruptos, más exquisitos. Ana quien ha tenido que conformarse antes con cuerpos heridos por otros cazadores, o abandonados sin ser devorados por completo, inunda sus pupilas de ese brillo caníbal a pesar de no haber visto aún a su presa, sólo ha percibido su delicioso hedor a carne fresca.

Aparece de repente al fondo, cerca del altar, una persona que enciende unas velas, a cuya luz se ve un brillo dorado en su cuello. Ana logra divisar la segunda presencia: un niño, a la vez que identifica que es una mujer quien lo acompaña. Ana se acerca despacio en la oscuridad, pasando por encima de las ruinas, respirando el moho, ensuciando de polvo su ropa manchada de sangre seca, camuflándose como un camaleón con el negro profundo hijo bastardo de la noche y la catástrofe, a causa de la oscuridad exquisita Ana tropieza con un objeto que produce un ruido leve aunque perceptible. Ni ella sabe con qué ha tropezado, sólo se maldice a si misma en su mente. La mujer detiene su oración asustada, piensa por breves segundos en la ironía que llegaría a ser la presencia de un cazador en ese momento, cuando ruega a Dios que la proteja junto con su hijo.

Ana permanece quieta. Como lo esperaba, la mujer se ha alertado con el ruido, toma al niño de la mano para apagar las velas y desaparecer en algún punto de la oscuridad. Luego Ana escucha pasos rápidos y una voz infantil que dice: —a lo mejor tan sólo es una rata —Ana ya sabe que ha sido descubierta y corre hacia el altar, tropezando torpemente con las ruinas sin poder reconocerlas dada la oscuridad. Pero su intento es inútil y se desespera, ya no están alrededor del altar.

“¿Dónde están?” Piensa Ana. Guiada por su olfato se mueve por la penumbra, aunque sin poder evitar los tropiezos. Para su fortuna la mujer se dirige hacia una parte lateral de la iglesia donde la luna penetra difusamente por los vitrales rotos, Ana aprovecha para lanzársele encima y acorralarla. La mujer grita y Ana intenta impedirlo con la primera mordida, en la que se lleva sus labios, embutiéndoselos con prisa para seguir con el cuello, consiguiendo destrozar sus cuerdas vocales, acallando lastimero y terrible gemido. Ana efectúa su crimen, mientras devuelve la marea de sangre que le inunda la boca, clava con fuerza su cuchillo en el vientre bajo, ella, su víctima, se defiende inerme entre pataleos y sollozos inútiles. Después Ana devora toda su tez, con los dedos le saca los ojos chupándolos y masticándolos luego con exquisito deleite. Y así Ana sacia por un momento su hambre, dejando el cuerpo como un bulto de carne deforme e irreconocible. Luego ella arranca de la mujer algunos trozos de carne a la vez que desecha otros, guarda los intestinos y algunas partes de su piel, la más blanda, también raptadas con avidez de aquel cuerpo impecable.

Cuando ya ha tomado la carne que puede cargar, busca su maleta y se dispone a salir de la iglesia. Antes de hacerlo divisa un poco la luna y la calle con la intención de prever la presencia de otro cazador. Su atención es interrumpida por el rumor unos pasos que huyen. Ana respira y recuerda la existencia del niño, suelta la maleta, dirige su cabeza en dirección del sonido, corre rápidamente hacia los pasos, lo acorrala en otra parte de la iglesia donde la luna ilumina los rezagos del caos.

Ana ve como su próximo bocado escarba para huir, no lo logra, el niño se levanta. En ese momento Ana está lista para su rutina, un plato de comida no se desperdicia. Él se voltea, sus ojos vivos de pánico van a dar contra el rostro de la cazadora. Ambos quedan pasmados, sus miradas entrelazadas detienen su reacción, Ana ya no es una salvaje, su necesidad queda olvidada. Se queda quieta y observa nítidamente los hermosos ojos azules del niño invadido por el miedo, agotado por la huida. Ana no lo mata ni lo hará, ni lo lastima, porque esos ojos azules le complican, la vencen, esos ojos tienen aquel brillo de inocencia que Ana ya había perdido, esa humanidad intacta que ella había dejado atrás y que consigue evocar confusamente de algún rincón de su empolvada conciencia. Esos cabellos rubios poseen algo inexplicable que Ana no entiende y que le evitan ver en aquel indefenso niño una presa.

Ana se aparta un poco y busca las tripas empacadas disponiéndose a partir; entonces el niño llora, y su llanto son suspiros y lágrimas ahogadas. Ana lo escucha y ese lloro es tan insoportable que la tortura. En su mente suceden miles de imágenes sin orden ni coherencia, que parecen ser arrancadas con violencia de la íntima memoria reprimida en una Ana Kant pasada de la que ya no queda ningún rastro. Los ojos azules, el llanto, los cabellos rubios, todo es una evocación involuntaria que atormenta a Ana sin que consiga evitarlo.

La imagen de aquel infante es ahora una visión casi sagrada, incluso fantasmagórica: ese niño sufriendo iluminado tenuemente por la luna en medio de los escombros, y esos ojos, que la obligaron a llamarlo y decidir salir con él.

—Tengo hambre y frío —dice el niño.

Ana saca una tripa de su maleta y se lo da.

—¿Qué es esto? —pregunta él.

—Comida —responde Ana.

—¿Pero qué es?

— Esta es la mejor comida que hay, y es difícil de conseguir.

El niño muerde la tripa y hace un gesto de asco.

—No me gusta —dice.

Ana va hacia el altar, enciende una hoguera y asa un pedazo de tripa.

—Prueba así —le dice Ana.

El niño ahora muerde, mastica, devora y repite el proceso. Pronto consigue devorar todo el intestino y agradece a Ana por aquel exquisito platillo que no se parecía a ninguno que antes le hubiera dado su madre.

—Ya nos vamos —dice Ana.

—¿A dónde? —pregunta el niño.

—A un lugar seguro.

—¿Lejos de aquí? —Pregunta el niño acongojado y luego agrega —Yo nunca he salido de aquí.

—Sí, lejos.

—No nos iremos de aquí sin mis cuentos. Sin ellos no puedo dormir.

—¿Cuentos?

—Acompáñame —dice el niño y la toma de la mano llevándola por la iglesia a un sótano. Se dirigen a un cuarto absolutamente oscuro donde se dan luz con una vela. El sitio es pequeño, sucio, podrido de polvo y gris. Las paredes amarillas apenas se divisan por la oscuridad, y por todos lados donde se pueda colocar la mirada hay arrumes de periódicos.

Ana observa el lugar con absoluto asombro, divisa algunos títulos y fotografías. Luego de mucho revisar, con un espanto inquietante, clava sus ojos en un ejemplar como si intentara desgarrarle, como si aquellas palabras inyectaran en lo más íntimo de su alma una violencia inesperada que le hubiera disparado a quemarropa.

Luego la noche sirve de testigo para los hechos siguientes. La polución del cielo, el hielo discreto del aire y el hedor de las calles son los únicos que pueden presenciar cómo Ana sale de la iglesia con su botín de tripas escurriendo sangre, y un niño que camina a su lado sorprendido, extasiado con cada detalle de las calles de Ciudad Infierno.

Así ambos continúan su camino, atravesando diversas partes de una ciudad cuya demencia es tan auténtica como irresponsable, tan difícil como inabarcable y tan enigmática como el lugar donde se dirigen sin despreciar la cautela.

***

Ingresaron en una capa de pasto más alta que Ana. La luna resplandecía e iluminaba tétricamente la escena: se hallaban en un conjunto de edificios desperdigados y en aparente desorden, abandonados hace años y habitados por ratas y cazadores. Era penoso andar debido a la pesada carga de carne y al pastizal tupido y afilado, quemado por infinitas lluvias ácidas durante años. Rápido caminaron evitando las miradas vigilantes de antropófagos furtivos y hambrientos, que Ana detectaba de manera inteligente con la ayuda de su sensible nariz y su mirada feroz.

Llegaron por fin a una plazoleta amplia, rodeada por edificios grandes de techos inclinados. En uno de sus costados se adivinaba ante la exigua luz la capa de pasto y los árboles quemados de un pequeño bosque. Ingresaron al edificio más alto, en cuya entrada se leía Facultad de Enf… Lo exploraron y encontraron innumerables habitaciones oscuras, frías, pequeñas… el edificio estaba solo. Ana pensó que era un lugar adecuado para refugiarse, así que lo hicieron y posteriormente se sentaron en silencio uno frente al otro, ella tratando de analizar porqué no asesinar al niño, que buen sabor debía tener, y él preguntándose en qué sitio estaban. Fue el niño quien habló primero.

—¿Qué es una Facultad?

—No sé, —respondió ella. —No pensé que usted supiera leer.

—¿Dónde estamos entonces?

—En el Infierno —Respondió Ana.

—En serio. ¿Dónde estamos?

—Es en serio —y luego reinó un diciente silencio.

—Tengo frío… acuéstate junto a mí, así estaremos más calientes. —dijo el niño.

—Así somos más vulnerables —dijo ella para evitar el contacto.

—¿Dónde está mi mami? —El niño fue consciente de repente de su situación. Estaba con una desconocida, una mujer aparentemente peligrosa, en un sitio extraño y sin noticias de su madre desde hacía varias horas.

—Lo abandonó…

—¡No es cierto!… Ella dijo… ¡Ella dijo que nunca me abandonaría! —Sollozó el niño.

—Pero lo hizo. Jamás crea en lo que le dice la gente.

—¡Que dónde está mi mamá! —Gritó. Y el grito retumbó por todo el recinto.

Ana lo abofeteó. El niño lloró con el rostro escondido hacia un lado.

—¡Estúpido! —Dijo ella. —¿Quiere que nos maten?

El niño permaneció callado. Se sentó en un rincón a llorar. Ana no podía dejar de mirar la sombra sollozante en la penumbra con algo de tristeza. Nuevamente y luego de un largo rato fue el niño quien comenzó a hablar.

—¿Conoces el cuento del Cronista?

—No.

El niño tomó el arrume de periódicos, buscó la noticia del cronista y se la señaló. Era precisamente el texto que había impresionado a Ana en la iglesia, le recordaba algo. Fue por eso que empezó a leer.

—“El famoso historiador y cronista Lizard desapareció repentinamente poco después de la difamación que sufrió tras su última publicación. Algunos suponen que se unió a los nacientes grupos de “Cazadores de Hombres” que salieron a la luz en diferentes partes del mundo. Mientras que otros especulan que fue asesinado precisamente por quienes siguieron su doctrina al pie de la letra. Fue visto por última vez en la Universidad Nacional cuando…”

—¡Noooo! —Interrumpe el niño.

—¿Qué sucede?

—No leas los hechos, ¡cuenta la historia! Eres mala para contar historias.

—Como los que escribieron esto. —Replicó Ana. —Será mejor dormir.

…y corrió a lo largo de una calle solitaria pasando frente a innumerables casas abandonadas presa del miedo, era sólo una niña. Miró hacia atrás y divisó al grupo de cazadores en la lejanía. Ingresó a una de las casas subió al altillo recorrió los techos en teja de barro y cayó. Sintió la sangre en su cabeza y un desmayo. El cielo gris fue lo último que logró ver.

Despertó con los ojos sobresaltados y como si tomara aire por primera vez en la vida, un sudor frío recorrió su rostro presa del pánico. Se levantó angustiada y miró alrededor: el día clareaba tímidamente, la plaza era una sola niebla hasta que un bulto interrumpió cojeando la blancura del panorama, ingresó al edificio de la derecha, donde se deterioraba el retrato de un antiguo guerrillero ya olvidado. Ana decidió seguir al espectro, era mejor matarlo antes que él a ella.

Antes de salir observó al niño acurrucado. Dormía con el ceño fruncido y tiritando de frío. Inusitadamente Ana le puso su chaquetón encima, sobresaltada porque le evocaba un sentido de protección, que no había experimentado nunca. Bajó rápidamente, se metió en el edificio donde estaba el viejo y encontró un desgastado auditorio lleno de sillas desvencijadas, con las paredes y el techo cubiertos de madera podrida. Reinaba la oscuridad en el recinto.

Ella atravesó el lugar hasta la tarima entre regueros de tripas secas y de huesos carcomidos. Olió una presencia detrás y percibió un movimiento de muebles. Corrió. Observó un desorden de escritorios, telones rasgados y disfraces sucios. Caminó sigilosa a través de la densa oscuridad. Un tablón podrido la traicionó quebrándose, poniéndola en evidencia ante su presa, se dirigió allí y el bulto se abalanzó sobre ella… cayeron al suelo y entre estertores y gruñidos hubo una corta lucha. Ana había dominado al hombre.

—Yo la he visto a usted antes… Yo la conozco. ¡Claro! ¡Usted es Ana Kant! ¡Estoy seguro! —La víctima había pasado del horror al reconocimiento.

—No lo sé —y se preparó a matarlo. —No me interesa. Y tampoco me interesa saber quién es usted.

—Soy Lizard. ¿No me recuerda? Usted es Ana —tosió el individuo —estoy seguro. Recuerdo su rostro y sus ojos. Son como los de su madre.

Ana miró al vacío y observó los ojos azules de una mujer empapados en lágrimas. Hubo angustia. Hubo miedo. Hubo una ira terrible hacia el mundo que se reducía al asqueroso ser bajo ella. Sacó el cuchillo y lo enterró mientras rugía:

—¡Yo no tengo madre!

—Sí la tienes… o la tenías… no sé… ¡Agh… Mierda! —se revolcó de dolor. —es en serio Ana… yo la conocí… yo te cono… te conocí —Gritó.

—¿Cuándo? —Escupió la pregunta y entretanto hundía más el cuchillo.

—Cuando aún eras humana y no un maldito animal antropófago.

—¿Qué sabe usted?… —Hiperventilaba furiosa y al mismo tiempo sobrecogida por el miedo a su propio pasado. Miles de imágenes se sucedían en su cabeza, momentos ya perdidos de su infancia recorrían su memoria y le engendraban una angustia insoportable, veía a este hombre, veía una guerra, veía los ojos de una mujer arrebatada por el dolor y el hambre… —Qué sabe usted… ¡Qué sabe usted de humanidad! —Sacó el cuchillo y lo enterró en el antebrazo con fuerza, dejándolo clavado en el piso.

—¡Agh… Jueputa, mi brazo! Sé que eras tierna… inocente… que tenías padres. Ellos y yo éramos combatientes en la guerra, Francia intentaba invadirnos por los recursos naturales… eso debes recordarlo.

—¿Francia? ¿Qué es eso?

—Un antiguo país. ¿Recuerdas a los esclavizadores? Éramos hackers, estuvimos a punto de evitar la catástrofe virtualmente. Nuestro puesto era el único con energía eléctrica. De hecho casi lo logramos pero hubo una traición…

—¡Cállese! —La mente de Ana sólo se concentraba en los ojos de esa mujer, eran azules intensos, una infinita tristeza se adivinaba a través de ellos y recorría al tiempo todo el ser de Ana.

—Recuerdo muy bien a tu madre… ¡Agh…que mierda de dolor! —Continuó quejándose Lizard —Era hermosa, era dulce, y siempre cargaba una cadena con tu foto. Tenía tus mismos ojos. ¡Quíteme ese hijueputa cuchillo!

Ana se encontraba consternada, su mente estaba ya cansada y no se atrevía a hilar ningún otro pensamiento. Como un autómata se agachó frente al viejo y mirándolo impasible giró el cuchillo antes de sacarlo.

Lizard amarró unos trapos sobre las heridas entre quejidos y maldiciones, cogió un palo y comenzó a marchar con dificultad. —Vámonos —dijo. —en el bosque de al lado se reúne un grupo de cazadores. Y no tardan en llegar.

—Está bien. Iremos a mi refugio. Pero antes tendremos que recoger al niño.

—¿Cuál niño?

—Uno que encontré. Adelántese.

Lizard comenzó a caminar penosamente hacia la salida. Ana observó que había dejado algo tirado. Se agachó a recogerlo y se dio cuenta que era un cuaderno.

Diciembre 14 de 2007. Hace frío. El clima es extremadamente adverso en este diciembre. Es un diario. Estamos en problemas… alguien nos vendió. ¿Quién escribió esto? …nceses ya se dieron cuenta. En cualquier momento vienen para acá. Si nos encuentran nos van a… —matar. Tenemos que huir, y no sé qué voy a hacer con Ana. —¿Ana? —Los ojos de ella mostraron un impacto fulminante. Un estremecimiento recorrió su cuerpo, recordó los ojos azules de la mujer llorando desesperada escribiendo un diario mientras Ana la espiaba en la soledad de su refugio. Ahora más que nunca los recuerdos de una infancia antes olvidada se mezclaban en su cabeza y conmovían todo su ser. ¡No puede ser! El vendido es Lizard. ¡El cabrón de Lizard! ¡El cronista!… y yo de estúpida confié en él… estuve con él. Es una mujer ¡Y ahora nos busca para matarnos! ¡Qué hago con Ana por Dios! ¡Es tan sólo una niña! Aquí está la firma: María Bierer de Kant. De Kant. De Kant…

—Hijueputa… —Ana caminó tras Lizard que iba a una distancia no muy larga. De la angustia y de la ira había pasado a un odio tan profundo y claro como su mente. Ahora lo recordaba todo, ahora lo sabía, y sabía muy bien lo que iba a hacer.

***

La noche comenzaba ya a mostrar sus primeros matices, el camino había sido demasiado extenso no sólo por el peligro inminente de encontrarse con otros cazadores sino por las heridas de Lizard que los obligaban a ir con mayor cautela entre las ruinas. Ana llevaba la delantera del grupo, atenta a cualquier cambio de aroma en el ambiente, disponiendo el camino para que ningún peligro los sorprendiera. El niño atacaba con preguntas a Lizard, quien no encontraba oportunidad de resolver sus propias dudas, la impresionante similitud entre Ana y el niño lo asombraba y le hacía pensar en María Bierer, quien para la época de la catástrofe estaba por parir un hijo.

Ana iba leyendo su mente, construyendo los planes que concluirían los destinos de Lizard y el niño, tendría que fijar muy bien los pasos a seguir, no podía ser descubierta por ninguno de ellos; sin embargo, algo conseguía evitar nuevamente que atacara al niño.

¿Si sabes que hay aquí dentro? Es tu hermanito, esta a punto de nacer y se va a llamar… —por aquí, eh niño, mueva esas patas que esto no es seguro hola amor, estaba con Ana, tiene muchas ganas de conocer a su hermanito, ¿Cómo te fue hoy? Hablaste con Li…—y usted maldito vejete, mueva ese culo que no le he hecho nada, apenas son unos rasguños.

Por fin habían llegado sin ningún tropiezo, era demasiado extraño para Ana, la suerte parecía alinearse de su lado y también el destino quería que Ana terminara con ellos.

Entraron en lo que quedaba de casa, ese refugio que Ana utilizaba como vivienda. Unos cuantos huesos podridos en una habitación creada por la caída de tres muros paralelos, Lizard y el niño se asustaron de inmediato. Jamás habían ingresado en la guarida de una cazadora y estar allí era como entrar en la boca del lobo.

Un escalofrío inmenso atravesó las entrañas de Lizard, un presentimiento, una advertencia clara: no debía entrar, no debía quedarse allí. Lo entendió pero no le importó. El cuerpo, sus hormonas, su deseo por tener a alguien, por sentir la piel, el calor de otra persona lo obligó a seguir adelante.

Lizard entendía perfectamente el sexo y así mismo entendía que Ana lo había olvidado todo, y todo incluía cualquier tipo de interacción humana, cualquier rezago de sensación erótica creada por una necesidad distinta a la reproducción. Quería aprovecharse de eso, además los ojos de Ana eran como los de María, su cuerpo parecía haberse congelado en el tiempo y le brindaba ahora una segunda oportunidad para no cometer los mismos errores y poseerla como siempre lo había deseado.

—Tengo hambre, dijiste que cuando llegáramos me darías más carne y tengo mucha hambre, ¡tengo mucha hambre! —Dijo el niño.

—Usted jode mucho, busque en la maleta algo mientras prendo la hoguera. ¿Y usted qué? –Dijo Ana, mostrando claramente su desagrado con la persona que había traicionado a su madre —mire a ver si se cura esos rasguños, saque un poco de sal de la maleta, el niño le puede ayudar por si no puede solo.

—No. Ayúdame.

Ana no le hizo caso. En lugar de eso preparó una hoguera y asó unos trozos del bulto de carne. Cuando estuvo lista comió junto con el niño. Lizard entre tanto permaneció sentado frente a ellos, quejándose de sus heridas pero sin comer.

—Coma ¿o se quiere morir de hambre? —espetó Ana.

—No quiero, gracias. Si huyo de gente como tú no es precisamente porque tengamos los mismos gustos.

—Entonces jódase. Mejor vamos allá y le curo las heridas.

La otra habitación era un recinto con dos paredes en pie y sin techo. Así que ambos podían ver la clara noche y lo que quedaba de ciudad desde ahí. Entraron separados, cada uno pensando en cómo llevar a cabo su plan.

Ana le pidió que se quitara la ropa. Lizard lo hizo despacio, en realidad le dolía mover cualquier músculo y más con las heridas que llevaba, Ana las lavó con agua lluvia y sal. Lizard gritó angustiosamente y se revolcó de dolor. Ana mientras tanto recorría con sus manos el cuerpo del hombre y observaba extrañada sus estremecimientos con cada caricia accidental, con el paso de cada uno de sus dedos por partes sin ningún significado para ella, aunque para Lizard eran puntos especialmente sensibles en un cuerpo que no había tocado a otro durante años. Gracias a eso él comenzó a responder recorriendo el cuello de Ana con una de sus manos, pasándola luego por el resto de ella, consciente de que Ana era inocente del flirteo que efectuaba.

Poco a poco y sin saber muy bien porqué, Ana sintió corrientazos que atravesaban su espalda y un placer corporal tal que ahogaba su respiración, continuó con su recorrido por el cuerpo de Lizard mientras se acercaba paulatinamente más a él. Era una sensación extraña, desconocida hasta el momento para ella, pero era agradable, muy agradable y no quería permitir que terminara. Finalmente observó con sorpresa cómo Lizard acercaba su boca hacia la de ella con los ojos cerrados, Ana apartó su rostro aversiva y lo miró desafiante.

—No… usted podría arrancarme los labios.

Lizard no escuchó la interpelación de Ana y le besó la boca. Ella seguía sin comprender porqué le permitía hacer ese tipo de cosas. Estaba abrumada por las sensaciones que atravesaban su cuerpo y debilitaban su voluntad. Su mente comprendía lo peligroso de la situación pero todo su cuerpo pedía a gritos que continuara. El placer, palabra desconocida para ella, era tan intenso que olvidó sus planes y se dejó llevar por el beso, por las caricias y por los intentos de Lizard de quitarle la ropa. Se encontraron desnudos luego de un rato y continuaron con el juego amoroso ya sin restricciones. Ana se encontró encima de Lizard manipulando ambos cuerpos con una pericia que nunca había sospechado, él sobrecogido por la emoción se dejaba poseer por esa mujer convencido de estar con María.

En el recinto contiguo el niño sólo pensaba en comida, mientras revisaba la carne contenida en el bulto que Ana llevaba consigo descubrió un elemento que le resultó inusitadamente sospechoso: una cadena dorada que no le fue difícil reconocer, un testimonio desgarrador que le revelaba sin piedad lo aberrante de su conducta. Ese elemento tan delgado, sutil y sucio de sangre era la revelación más insólita que jamás hubiera contemplado. Era el reconocimiento de su propia vileza, de un canibalismo incestuoso en el que había caído de forma inocente, sorpresivamente cruel.

Era la cadena de su madre, la reconocía instintivamente en su memoria desde que era un bebe de pecho, era la revelación más grotesca que lo acusaba de criminal. Allí el niño entendió que había consumido sin el más mínimo rastro de culpa la carne de su propia madre, había continuado sin ningún asomo de precaución el canibalismo hacia su progenitora; la mujer que le había cedido buena parte de su cuerpo al procrearle había sido devorada con exquisito placer.

El niño lo entendió todo con una madurez que no le correspondía. Era su paso a la adultez, su obligada y violenta entrada al mundo real, la aceptación de su propio crimen, concepto que ni él mismo conocía pero que había cometido. Cada sensación de agrado al consumir aquella comida era un insoportable pecado que dolía en lo más profundo de su ser. Después del desprecio a sí mismo, tras los nítidos recuerdos de cada mordida vinieron a su mente los más retorcidos pensamientos.

Se movió rápidamente a la habitación contigua, vio sombras confusas. Una espalda erguida y brillante se aferraba a un cuerpo que parecía luchar contra otro. Ambos gemían. Se acercó sigilosamente para no ser descubierto. Observó que de repente el cuerpo que estaba en la parte superior se movió frenéticamente hacia lo que sería su presa. Luego un gemido ahogado, un grito reprimido por un mordisco asestado directamente en la garganta. Lizard trataba de zafarse, sin conseguir librarse de las fauces y el odio creciente de Ana. Finalmente los sentimientos más esenciales en un ser humano surgían con absoluta firmeza de la mente de este animal carnívoro. Ya no era cuestión de hambre, era una matanza. Los olores se mezclaban, sexo, ira, sangre, tanta violencia como jamás el hambre le había obligado a infringir, era venganza pura. Él aprovechó la distracción momentánea de Ana y no obedeció al inocente canibalismo incestuoso por hambre, sino al asesinato frío y premeditado.

Con el cuchillo que tantas veces ella había utilizado para matar, él se acercó y la atacó por la espalda sin piedad ni consideración alguna. Clavó tantas veces el arma que la sangre los salpicó de forma brutal. Los cuerpos caían uno sobre el otro.

La mirada vigilante de la ciudad fue su único testigo, la maleta aun le quedaba un poco larga, y el olor no le agradaba mucho. Todo era cuestión de costumbre.